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Sur de Francia “Terre d’accueil”

Sur de Francia “Terre d’accueil”

Hace muchos años, era todavía un adolescente, realicé un viaje con mis padres por el sur de Francia: las regiones de Aquitania, Midi-Pyrénées, Languedoc-rosellón, la Provenza y la costa azul. Casi treinta años después revivo ese viaje: todo ha cambiado, el mundo se ha transformado y Francia también lo ha hecho. Apenas dos meses después de regresar a España, se producía el atentado terrorista contra el semanario Charlie Hebdo. En las elecciones regionales posteriores el frente nacional de marine le pen resultaba el partido más votado. Quizás sea el inicio de una nueva etapa en la historia de Francia, una nueva prueba para un país grandioso, desconocido para muchos de los españoles pero que ofrece atractivos turísticos para todos los gustos.

 

A mediados de los años ochenta del siglo pasado, el conocido periodista y escritor Javier Reverte escribía un artículo que describía Francia desde la perspectiva del extranjero. Para Reverte tres palabras resumían la esencia de la nación francesa: Grandeza (grandeur), soberbia (chauvinismo) y feminidad (charme), entendida como el culto a la estética.

 

Por aquellas fechas hacía mi primer viaje a Francia. Para el joven, casi niño, que era entonces, Francia significaba algo diferente de lo que escribía Reverte. Tal vez significara grandeza y soberbia, pero también era progreso, libertad y belleza; un país orgulloso que mostraba al mundo la fe en los principios de la República, la seguridad de pertenecer a algo superior al simple individuo. Un país con una historia fascinante: los galos y los romanos, Carlomagno, Juana de Arco, el “Rey Sol”, la Revolución con mayúsculas, Napoleón, la Resistencia. La Francia de Dumas y los mosqueteros, de la Grande Armée, de la pintura impresionista y el art deco. Y también, cómo no, la Francia del buen gusto, la “classe”, de la buena cocina, de la elegancia y la belleza.

 

Aquel primer viaje no hizo sino reforzar una imagen idealizada del país, tal vez por mi ingenuidad o porque nunca intenté buscar más allá de lo que ofrece a simple vista el maravilloso patrimonio artístico-histórico, cultural y natural de Francia.

 

Decido repetir ese viaje pero todo ha cambiado, empezando por mí; un viajero que busca, indaga, callejea y no se conforma con confirmar una idea preconcebida. Veo una nueva Francia que no solo enseña sus virtudes sino también sus defectos y problemas, problemas gestados en la desigualdad que, como en otros países, o quizás más en Francia por su condición de tierra de acogida (“Terre d’accueil” que describe perfectamente Cristina Lihme en su manual “Un visage de la France”), se ha originado por la incapacidad para acompasar el crecimiento económico con el desarrollo educativo y la integración social.

 

En estos tiempos la grandeza se mezcla con la miseria. En esas viejas ciudades, que en mi memoria estaban cuidadas y limpias, algunas calles y edificios presentan signos claros de decadencia. Los “sin-techo”, o “sans-abri” como aquí los llaman, con sus inseparables perros, pueblan plazas y parques pero lo que más llama la atención es la presencia de numerosos jóvenes entre estos grupos de desarraigados.

 

A veces es necesario caminar cuando ya ha anochecido por las calles desiertas para tratar de buscar, y acaso encontrar, aquella grandeza olvidada. Es en esas horas crepusculares cuando los monumentos y edificios ocultan sus achaques en las sombras y cuando el silencio, apenas roto por una voz en árabe o quizás en una lengua eslava, permite viajar hacia atrás en el tiempo y olvidar lo visto a plena luz del día. Olvidar esos grupos de adolescentes que más parecen, por sus atuendos, pandilleros de una gran urbe norteamericana, que hablan a gritos, tiran basura, provocan y asustan con sus miradas desafiantes y amenazadoras. Pero esas miradas no son altivas ni orgullosas porque estos chicos no pueden sentirse orgullosos de nada, ni de su sistema ni de su país, pues para muchos de ellos Francia no es su país, y tal vez tengan razón porque Francia no los ha tratado bien ni a ellos ni a sus familias, negándoles una oportunidad real de integración, de sentirse queridos.

 

Busco el “Chovinismo”, esa característica tan francesa que se palpaba en la vida cotidiana de las villas del sur. Lo encuentro pero está camuflado, adulterado, derrotado, ha sucumbido, en numerosas ocasiones, al dinero fácil que proporciona el turismo vulgar del mundo globalizado. ¿Y qué fue de la feminidad, de la “Beauté”?. Cuesta distinguirla, oculta muchas veces tras velos de intransigencia religiosa o cruelmente caricaturizada en la imagen maquillada de las pobres prostitutas que esperan clientes, a plena luz del día, en los arcenes de las carreteras, mujeres esclavizadas que viven y trabajan en condiciones infrahumanas ante la impasibilidad general.

 

¿Es esta la nueva Francia?. No, no lo es, al igual que no era perfecta hace 30 años. Esta descripción pesimista y amarga proviene de una decepción personal, un jarro de agua fría de madurez y realidad . Pese a todos estos problemas, Francia sigue siendo grande, fuerte y bella y conserva los principios que la mantendrán diferente y única.

Lo puedo comprobar en el grupo de adolescentes que asisten a un curso de pintura frente al museo de arqueología de Arles, chicas y chicos franceses de diferentes razas y orígenes, que atienden al profesor en silencio, disciplinados y ávidos de aprender, o en esos jóvenes solidarios que hacen campaña por la amnistía de los secuestrados en Oriente Medio, que se manifiestan contra el terror y creen en los fundamentos de Francia como tierra de libertad, no dejándose convencer y embaucar por el populismo y los mensajes fáciles y vacíos de twitter como hacen los jóvenes en otros países .

 

Lo observo en los maravillosos monumentos que jalonan mi viaje: las murallas de Carcasona y Aigües Mortes, las casas nobiliarias y abadías de Pézenas o Narbona, las iglesias de Beziers y Toulouse, los vestigios romanos de Arles y Nimes, el palacio papal de Aviñón. Y lo confirmo al contemplar un patrimonio natural magnífico, las playas de Biarritz, el sobrecogedor Mont-ventoux o la Camarga, una joya para los amantes de la naturaleza, situada en el que fuera delta del Ródano, paraíso para los ornitólogos. Merece la pena descansar unos días en una de sus granjas y recorrer la región en bicicleta o a caballo.

 

Francia, el Sur de Francia, evoluciona y se adapta a los nuevos tiempos, pero conserva su esencia, esencia que se manifiesta en la vida diaria, en el “bonjour” resonante de una señora que sale de la panadería donde el pan, por supuesto, no es congelado; en la pasión de un partido de rugby en Bayona; en la serenidad de un grupo de viejos pescadores que remiendan sus redes en Sete, o en la emoción de una corrida de toros en Saintes Maries de la Mer . En cosas tan triviales como un sabroso “magret de canard” con berenjenas gratinadas, en la elegancia de un hombre al anudarse un foulard alrededor del cuello, o en el trote majestuoso de un caballo blanco de la Camarga.

 

Termina mi viaje. Estoy en Arles frente al anfiteatro romano, atardece y los pocos turistas que quedan en este soleado día de finales de octubre, abandonan las calles y se dirigen a sus hoteles. Un músico ambulante toca la guitarra, una chica joven y guapísima, con un inconfundible estilo francés, se acerca y se sienta lentamente junto al guitarrista. Nos quedamos los dos escuchando frente a los arcos del anfiteatro hasta que la música cesa. Entonces, la chica me mira, sonríe y se levanta. Al pasar a mi lado, hace un gesto hacia el músico y me dice como queriendo excusarse “Ah, c’est de la beaute” (es la belleza). Efectivamente era la belleza, una belleza que, a pesar de todo, solo puede encontrarse en Francia.

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