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EL PALACIO DE LA MAGDALENA. UN EMPLAZAMIENTO DE TODOS

EL PALACIO DE LA MAGDALENA. UN EMPLAZAMIENTO DE TODOS

Por Luis Walias Rivera (Historiador y Guía Oficial de El Palacio de La Magdalena)

 

La mayor parte de los espacios socialmente habitados, independientemente de su tamaño o administración, cuentan con un reducido número de emplazamientos muy especiales, garantes de cierta leyenda y un más que especial atractivo. De éstos, sus ciudadanos suelen sentirse sumamente orgullosos y muy identificados. Dichos ámbitos pierden por completo su forma habitual de propiedad privada para convertirse en lugares públicos. La población los hace suyos a través de un sencillo pero significativo proceso de osmosis entre estos sitios y su corazón. Solo de esa forma se convierten en símbolo y bandera de dichos territorios, una especie de tótems identificables capaces de generar la inconsciente sonrisa de un niño en el rostro adulto de todos aquellos que lo sienten como algo propio, adquirido.

Este es el caso, sin lugar a dudas, del maravilloso Palacio de la Magdalena, en Santander. Fantástico edificio de principios del siglo pasado que, coronando uno de los parajes naturales más espectaculares de la ciudad, hace las veces de bienvenida y puerta de entrada a la bahía santanderina. Es además contenedor de un sinfín de usos y reflejo de la otrora fascinante y ajetreada vida montañesa expresada en sus más de 103 años de historia, en los que su devenir ha pasado por múltiples facetas; de residencia estival regia a hospital de sangre, de cuartel militar italiano a hogar de dignificados, de sede de la universidad internacional a propiedad municipal.

 

 

Fotografías de Sergio Marcos Presmanes http://www.sergiomarcos.es

Símbolo por excelencia de la capital montañesa, seña de identidad de todos los santanderinos y magnífico ejemplo de herencia patrimonial, este singular edificio fue declarado Bien de Interés Cultural y Monumento Histórico Artístico de Carácter Nacional en 1982. De esa forma tanto el propio Palacio como la península que lo alberga, y da nombre al inmueble, son unos de los recursos turísticos y espacios públicos más emblemáticos, no solo de Santander, sino de toda Cantabria. Por ese motivo son disfrutados de forma masiva tanto por sus conciudadanos como por un destaco número de turistas, a lo largo de todo el año, que se sienten atraídos por la indiscutible singularidad y belleza que proyectan.

Para conocer sus orígenes es preciso remontarse prácticamente hasta mediados del siglo XIX. En aquel momento la moda de los baños de ola se estaba imponiendo en la ciudad, acompañada por un destacado número de visitantes en su mayor parte procedentes tanto de la Meseta como de otros países. Curiosamente a ese primigenio verano santanderino se sumó en 1861 la regia visita de Isabel II, con el idéntico objetivo de disfrutar de unos baños de ola ya ofertados en la Gaceta de Madrid desde 1847. A su llegada tanto el propio Ayuntamiento como un grupo de avispados miembros de la burguesía comercial local advirtieron una oportunidad de negocio y crecimiento para la ciudad, la cual prácticamente se encontraba sumergida en plena Edad Moderna. El objetivo era más que sencillo, había que atraer tanto al monarca del momento como a su familia para transformar a la ciudad en residencia real de verano y Corte estival. Por desgracia el proceso para conseguir este objetivo fue más dilatado y complicado de lo que se creía en primera instancia.

Se intentó en varias ocasiones. Comenzaron por Isabel II, a quien se donó la finca “La Alfonsina” en pleno Sardinero. Se lo ofrecieron de igual modo tanto a su marido Francisco de Asís, como a Amadeo de Saboya e incluso a Alfonso XII. Pero por desgracia, para el consistorio municipal, los reyes no aceptaron dicho ofrecimiento. La causa era bien sencilla: éstos sí que disfrutaban de los periodos estivales tanto en Santander como en determinados puntos de Cantabria, pero se alojaban en las residencias de los personajes más notables económica y culturalmente de la región. Por ejemplo Alfonso XII, un asiduo visitante de los periodos estivales cántabros, disfrutaba de una excelente amistad con el primer marqués de Comillas, Antonio López y López,  pasando los veranos en la residencia de éste, en pleno corazón de la Villa de los Arzobispos.

No sería hasta 1907, momento en el cual los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia estaban realizando un viaje por el norte de España, cuando éstos recalaron en Santander para disfrutar de una regata. Aprovechando la oportunidad el alcalde Luis Martínez ofertó nuevamente la residencia estival a sus Majestades. En este caso el Rey con cierta coerción por parte de la Reina, que veía reflejado en el paisaje y el paisanaje cántabro a su bucólica Escocia, aceptó de buen grado el ofrecimiento. Poco más tarde, en 1908, Alfonso XIII ratificó su decisión tras el disfrute de un excelente picnic campestre en la ubicación exacta del futuro Palacio, realizado un día que además se confabuló con las intenciones del regidor santanderino al acompañar magníficamente al evento. Así pues, el rey admirado con la belleza que proyectaba la Península de la Magdalena no tuvo más remedio que recibir de muy buen grado el regalo.

Desde ese mismo instante la pesada maquinaria administrativa del consistorio se puso en marcha, generando un concurso público de ideas así como una suscripción popular para la construcción del futuro edificio. Se presentaron un total de ocho interesantes proyectos, quedando en primera instancia mejor posicionado el propuesto por Conrad Wornum. Este arquitecto inglés, preferido de la Reina, presentaba un proyecto so british en forma de country house. Sin embargo los arquitectos a la postre vencedores, Gonzalo Bringas Vega y  Javier González de Riancho, presentaron una idea que basándose en el estilo cottage era mucho más lujosa. Se trataba de un auténtico palacio real, en piedra, con un marcado estilo historicista inglés, adornado con influencias tanto francesas como regionalistas montañesas, dando lugar uno de los más  destacados free style eclécticos de la arquitectura civil del norte de España.

Así en 1909, con un presupuesto aproximado de cinco mil euros, comenzaron las obras del Palacio, finalizando en 1912. El edificio quedó definitivamente distribuido en cuatro niveles: sótano, planta baja, planta principal, ático y desván. Por su parte el mobiliario de la residencia estival regia corrió a cargo de los propios monarcas. Éste estaba compuesto por una serie de muebles de estilo rústico castellano procedentes del Palacio del Pardo y por otros con un marcado aire británico adquiridos en la bilbaína casa Mapey. La reina que siguió muy de cerca el transcurso de las obras, solicitando una serie de modificaciones sobre el proyecto inicial a través del asesoramiento del propio Conrad Wornum, fue la realmente encargada de la decoración, la distribución y elección de este mobiliario.

Terminado tanto las obras como el proceso decorativo las llaves del Palacio de la Magdalena fueron entregadas a modo simbólico en un solemne acto al rey Alfonso XIII el 7 de septiembre de 1912. En ellas estaba grabado el escudo de la ciudad y las iniciales de los monarcas. Pero no sería hasta el 4 de agosto del año siguiente cuando la familia real comenzó a disfrutar de los veranos santanderinos. Ésta lo hizo de forma ininterrumpida entre 1913 y 1930, especialmente la Reina Victoria Eugenia, conocida como Ena (Eva, en gaélico escocés) la cual estaba encantada con la población, el paisaje y la arquitectura local, muy similar al de su más tierna infancia.

De esa forma la Corte con todo el glamour que la rodeaba se trasladaba a Santander cada verano, tomándose desde las instancias del Palacio destacadas decisiones de Estado al tiempo que se desarrollaban toda clase de compromisos públicos y privados. Independientemente de esto la Familia Real se encontraba muy a gusto en la ciudad al disfrutar de un ambiente relajado lejos del estricto protocolo de Madrid, gozando de las playas y los eventos estivales santanderinos. Sin duda fueron una serie de años muy felices para los componentes de la Casa Real, como de ello dejó constancia en más de una ocasión la propia Reina Victoria Eugenia. 

Con la proclamación de la IIª República la residencia real fue enajena por parte del Gobierno. Curiosamente la Reina solicitó, a través de la embajada británica en Madrid, el envío a su nueva residencia londinense de algunos de los muebles más singulares del Palacio. Un par de años más tarde, en 1933, se cedió el Palacio, con el beneplácito del Rey exiliado, al Patronato de la recién creada Universidad Internacional de Verano de Santander, cuyo rector por aquel entonces era Ramón Menéndez Pidal.

Con el estallido de la Guerra Civil el Palacio se convirtió en un hospital de sangre para atender a los heridos procedentes del frente. Más tarde, con la llegada de las tropas nacionales a Santander fue ocupado por el ejército italiano, el cual lo utilizó como cuartel general y comandancia de un pequeño campo de prisioneros republicanos situado en la zona baja de la península, próximo a las Caballerizas Reales y al campo de polo.

De idéntico modo, el devenir histórico llevó al Palacio en 1941 a convertirse en residencia obligada de un nutrido número de familias santanderinas. De esa forma las paredes de la antigua residencia real albergaron gustosamente a una parte de los ciudadanos que habían perdido sus hogares en el devastador incendio que entre el 15 y el 16 de febrero redujo a cenizas el casco antiguo de la capital montañesa.

Años más tarde se produjo otro hito fundamental en la historia del Palacio. En 1946 la Universidad Internacional de Verano de Santander se refunda como institución académica, cambiando su denominación a Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP). Desde ese momento viene impartiendo de forma ininterrumpida sus cursos de verano en este marco incomparable, y de forma mucho más oficial desde que en 1954 firmó un convenio para utilizar parcialmente el Palacio, Caballerizas Reales y el Paraninfo. Curiosamente disfruta del enclave en el mismo periodo designado para los veraneos regios santanderinos, entre los meses de junio y septiembre.

En 1977 tuvo lugar otro acontecimiento fundamental para esta residencia regia, como consecuencia de una curiosa decisión tomada casi setenta años antes. Cuando en 1908 el equipo de gobierno del Ayuntamiento de Santander propuso regalar el Palacio a los Reyes de España, para su disfrute estival, se encontró con el apoyo unánime de todos partidos políticos que conformaban el consistorio municipal, incluso el republicano. Este último, sabedor de la importancia que conllevaba la visita de los Reyes a Santander, marchando en contra de sus principios fundacionales, puso como condición que el Palacio se regalará a la figura del Rey pero no como regente, sino como personaje privado, es decir: a Don Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena. Así tras la proclamación de la IIª República, aunque el Palacio fuera enajenado por el Gobierno, seguía contando con un propietario legítimo. Por lo tanto a la muerte de Alfonso XIII en 1941 el Palacio poseía un heredero, en este caso Don Juan de Borbón. Solo por este motivo el Palacio de la Magdalena jamás se encontró en la órbita de Patrimonio Nacional, como ocurrió con el Palacio de Oriente, el del Pardo u otras muchas residencias reales.

Regresando a 1977, Don Juan de Borbón recibió en plena Transición una serie de ofertas económicas por el Palacio, entre ellas la del propio Ayuntamiento de Santander. Éste, lógicamente, al entender que tenía una deuda contraída con Santander decidió vender tanto el edificio como el recinto al consistorio santanderino por unos setecientos cincuenta mil euros de la época. Eso sí, puso dos condiciones: la primera de ellas consistía en garantizar el libre acceso a toda la ciudadanía al recinto de la Península de la Magdalena, independientemente de raza, credo o nacionalidad. La segunda tenía que ver con la Jefatura del Estado. De esa forma estableció que mientras España estuviera constituida como un Reino y el regente de éste fuera de familia Borbón, podría alojarse en el Palacio.

Desde ese mismo instante la otrora residencia real pasó a una directa administración municipal, otorgándole así un significativo y nuevo valor de uso. Fue incluso de mano del propio Ayuntamiento de Santander de donde partió la decisión de restaurar el edificio, ya que debido tanto al paso del tiempo como de un importantísimo número de personas éste se encontraba en una grave situación de deterioro. Dicha obra se realizó entre 1993 y 1995, regenerando y modernizando las instalaciones. El remozado Palacio fue inaugurado por el nieto de Alfonso XIII, el Rey Juan Carlos I y su esposa, la Reina Sofía.

En perfectas condiciones de disfrute, el Palacio volvió a recobrar el glamour de su etapa primigenia, convirtiéndose nuevamente en actor principal de la ciudad de Santander. Su faceta primordial desde ese día viene desarrollada en forma de palacio de congresos y reuniones, realizando todo tipo de encuentros, cursos, conferencias e incluso bodas civiles. Del mismo modo sigue siendo sede de los cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante el periodo estival.

Sin duda este gran símbolo de los santanderinos también revierte directamente sobre ellos. No solo les alberga, junto a un sinfín de turistas, mediante el desarrollo de una serie de interesantísimas visitas guiadas a su interior sino también abriendo sus puertas para la celebración de todo tipo de eventos públicos, habitualmente con un marcado carácter sociocultural y deportivo, convirtiéndose de esa forma en el Palacio de todos.

Así, tanto la península como el Palacio de la Magdalena se han transformado en uno de los más destacados puntos de encuentro de la ciudad, aliñado por el disfrute turístico y cultural que generan tanto para la sociedad santanderina como para los foráneos que visitan el municipio. Ciento dos años de una fascinante historia recorrida, de la que aún queda mucho por escribir, que le convierten en uno de los ítems más importantes y destino imprescindible a la hora de visitar Cantabria. Sin duda seguirá siendo por mucho tiempo esa sombra legendaria proyectada sobre una playa y unos jardines que han visto crecer y jugar a generaciones, las cuales al levantar la vista han grabado a fuego su singular silueta en lo más hondo de la retina.

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